El párroco Francisco José entra en un sitio donde él no hubiera entrado jamás: una lavandería.

Va a la lavandería porque, aunque normalmente son las hermanitas las encargadas de lavar su ropa, le da vergüenza que se enteren que se le ha vuelto a manchar de vino otra vez el alzacuellos y además, hoy tiene misa de 20hrs.

Se dirige decidido a una de las lavadoras a poner la ropa, se quita el alzacuellos, cierra la lavadora y mientras espera, se ve atraído por su propio reflejo en una de las secadoras y cuando se ve, sin alzacuellos, piensa en la persona tan distinta que parece.

Su renovada imagen le hace soñar con una vida más ligera, libre de problemas, una vida donde no tiene que ser el párroco Francisco, solo alguien que disfruta de los pequeños placeres de la vida. Una comida al sol con unos amigos, una copa de vino frente a la playa, un baile…

Entonces se oye un ruido. Una de las lavadoras ha terminado. El padre vuelve de su ensoñación a una realidad algo más difícil. Se da cuenta. Ha pecado.

Tendrá que volver a santiguarse.